La vieja binguera es una señora mayor que goza de un ingreso abultado que despilfarra en chucherías. Suele vender cosméticos por catálogo, ser dueña de una boutique barrial, enfermera de un geriátrico o empleada municipal.
Si bien es ordinaria y llamativa, la vieja binguera jamás es pobre. Adora la ropa brillante de polyester, las carteras “sobre” de cuero ecológico, los accesorios dorados, el animal print, y las sandalias de taco alto. Su payasa coquetería la empuja al abismo: se enmanteca la cara con una profusa capa de maquillaje que se derrite sobre sus dientes y destila un vapor de zorrillo que se agudiza con cada visita al tocador.
Sus hábitos son vulgares y calurosos; adora bailar “apretado”, las bebidas alcoholicas –especialmente el “champán”-, el teatro de revista, las novelas de canal nueve y la música de Sandro, Roberto Carlos y Luis Aguilé. Y para ella, tomar una copa en una “Confitería”, pedir remises con frecuencia o veranear en un hotel con pensión completa son sinónimos de status.
Sin embargo, no son las cafeterías o los bombones de licor los que le alegran la vida. La vieja binguera siente que toca el cielo con las manos cuando pisa un bingo, un garito o un casino. Su único y gran amor es la timba.
La vieja binguera está convencida de que el mundo es un sistema de señales para los números de la quiniela, y vive pendiente de cualquier desgracia que le arroje un número ganador. Los fines de semana concurre al bingo con sus amigas de toda la vida: un grupo de viudas que también adora apostar. Pueden llegar a jugar cien cartones en una noche y son tan profesionales, que en la mesa apenas se conversa.
Pero más allá de la rutina, la vieja binguera espera dos eventos con anhelo juvenil: el té bingo, en donde fantasea que su adicción al juego es un acto de caridad señorial; y las vacaciones a Mar del Plata. Para ella, la felicidad es revolver un whisky sentada en las máquinas tragamonedas, canturreando un tema de Perales, un caluroso sábado por la noche.
La madre-Smirnoff
Yo soñaba con vivir en la publicidad de Nestlé. Quería una mamá que doble las servilletas en forma de cisne, que participe en las reuniones de padres, que te prohíba ver tele, que te revise la tarea y que derrita cubitos knorr.
Yo quería una mamá Betty Crocker; un peñón macizo, un cuaderno de recetas familiares, una brújula de madera, un jardín de tomillo y salvia.
Y entonces me pasó lo que a todos los que desean algo con demasiada intensidad, me sucedió lo contrario. En vez de una madre, me tocó una hija: una adolescente que insiste en ser mi amiga, que me habla de novios y de candidatos, que toma diuréticos adelgazantes, chatea por el messenger y miente sobre su edad. Me tocó una madre Smirnoff, una señora que patalea como una quinceañera; que no tiene estructura y se desmorona ante cualquier imprevisto, que es sorda ante la voz de la razón; que no tiene conducta ni rutina.
La madre Smirnoff prescinde de los miedos y rituales de los padres comunes, porque concentra todos sus prejuicios y supercherías en cosas más interesantes. La mía, por ejemplo, no compra productos transparentes porque no limpian, proscribe a la gente sin mentón, maneja sin registro desde los veintiséis, se automedica aconsejada por farmacéuticos y se pelea por los cigarrillos.
A diferencia de la madre Nestlé, la Smirnoff nunca predica con el ejemplo; su conducta es una sucesión de atrocidades. Mi madre suele cenar en un restaurante sólo para obligar al mozo a repetir “Salan bar” y “alníbar” toda la noche, usa el nombre de varias clientas como identidad falsa en la web, se burla descaradamente de la exuberante religiosidad de su consuegra y una vez rompió la barrera del peaje por pasar sin pagar.
La madre Smirnoff tiene muchas excentricidades: la mía es sonámbula y siempre espera visitas. De noche, hace café para varias personas, lo sirve en el living y se va a dormir. También sigue al pie de la letra las instrucciones de tarotistas y gitanas y suele cerrar una discusión citando las instrucciones de alguna bruja que visitó: “¡Pero me lo dijo Beatriz, estás embarazada!
Otra característica de la madre-Smirnoff es que siempre se divorcia, pero no se recluye. En vez de llorar en una cama, se entrega a las bebidas blancas mientras persigue a su ex marido con dos abogadas feroces que le embargan hasta la última posesión; y con la venganza, florece: adelgaza, cambia el guardarropa y renueva sus votos con la soltería saliendo al mundo exterior. Surfea la noche, esquivando sesentones fiesteros, veteranas oxigenadas y pulposas cuarentonas en el borde de maduración.
La madre-Smirnoff no le teme a las citas y está dispuesta a reincidir en el amor. La realidad la deprime, pero no la desanima: una vez por semana, yo escucho a la mía relatar el fracaso de la semana anterior: a “Ito” lo dejó por hablar en diminutivo; a Carlos por ordinario -decía “ambo” y ayunaba todo el día si cenaba en un buen restaurante-; a Rubén porque le mostraba las porquerías que pintaba su madre, a Roberto porque era un looser y a Ricciardi porque devoró toda la ensalada antes de que llegue el plato principal.
Crecer en una publicidad de Smirnoff no es fácil, pero es divertido. Y si bien jamás aprendí a planchar o a limpiar el baño, me quedé con lo mejor: la marca del shampoo, el humor, la fascinación por el psicoanálisis, la eficiencia, la independencia y la creatividad.
Supongo que es como el pelo; quien lo tiene lacio quiere bucles, y la de rizos se lo plancha. Quizás, en algún lugar, la hija de la madre Nestlé esté escribiendo lo mismo que yo.
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