La vida es sueño: Por Carolina Aguirre

La vida es sueño: Por Carolina Aguirre
 

A mí, después del chocolate, lo que más me gusta en el mundo es pensar pavadas. Mi abuela diría que tengo pájaros en la cabeza, pero yo prefiero pensar que soy inocente y cursi como una heroína de folletín.

Durante mucho tiempo creí que soñar despierta la mitad del día era el rasgo más llamativo de mi personalidad. Que ser una soñadora hacendosa y precisa era una cualidad especial, como ser tartamudo, pelirrojo o zurdo lo es para otras personas. Sin embargo, hace unos años, conversando con amigas, me di cuenta de que mi vicio no era mío. Que todas las mujeres pasábamos horas practicando diálogos irreales en voz alta, besándonos con actores de Hollywood entre sueños, o imaginándonos vestidas con el trench de Michelle Morgan y un collar doble de perlas viajando en el Orient Express.

Mis sueños, por ejemplo, siempre tienen que ver con amor y dinero. Me gusta pensar que soy millonaria o que por motivos extraordinarios puedo hacer un gran viaje. Miro un mapa durante horas, elijo falsos itinerarios, e incluso me debato entre dos destinos en puntos opuestos de un mismo continente. Soy una ilusa escrupulosa, cuido todos los detalles: pienso en las vacunas, en cuantos días se necesita para recorrer el país, o si alcanzará con saber inglés y pobre francés para hacerme entender.

Pero no siempre me dediqué a los viajes; cuando era soltera me volcaba más a las tonterías noveleras. Ensayaba mentalmente miles de escenas en las que alguien que me volvía loca en la vida real se enfermaba de amor por mí. Me imaginaba todos los escenarios probables, las líneas de diálogo más originales y me reía en voz alta si el chiste que alguno de mis personajes ameritaba un festejo.

A diferencia de los hombres, las mujeres no soñamos con desprolijidad. Nuestras fantasías son el cuadro hiperrealista de un artista obsesivo. No nos alcanza pensar en un par de brazos fuertes o en un millón de dólares caído del cielo. Para fantasear como se debe, las mujeres necesitamos verosimilitud marcial. Si vamos a soñar que nadamos en dinero, antes de gastar un centavo virtual necesitamos saber cómo llegó esa plata a nuestras manos, si retiramos una suma fija del banco o tenemos baldes llenos de monedas, si vamos a dejar de trabajar de por vida o si vamos a seguir haciéndolo por placer.

Ni siquiera en materia sexual podemos aislar la fantasía de su contexto. No manejamos el delirio abstracto. Si soñamos con un hombre, necesitamos saber –como mínimo- a qué se dedica, cómo nos conocimos, y qué sentimos por él. Sin aclarar ese panorama, las fantasías pierden atractivo. Son como una película pornográfica muy tirada de los pelos que nos deja insatisfechas.

El momento predilecto para pensar tonteras es por la noche, antes de dormir. Mientras encontramos la posición ideal de la almohada, la mayoría de nosotras empieza a esbozar los primeros trazos de un delirio somnoliendo parecido a los libros de Sidney Sheldon. Cada una elige su propia aventura. Algunas hacen escarmentar a su jefa, otras se acuestan con un compañero de facultad, otras le roban el marido a la hermana, y algunas se animan a ganar el Oscar.

Tan minucioso es el desglose de escenas y el pulido de los detalles, que muchas veces nos quedamos dormidas antes de empezar a fantasear, cuando todavía estamos preparando el trasfondo de la historia. Si tenemos una fiesta, por ejemplo, la pre-vivimos veinte veces. Recorremos todos los desenlaces probables con tanto esmero, que difícilmente nos llevemos una sorpresa el día del evento.

Este vicio, sin embargo, tiene efectos colaterales que nos perjudican. El primero es que se multiplican los planteos hipotéticos que le hacemos a los hombres: “Si yo me muriera ¿Con cuál de mis amigas te casarías?”, “Si tuvieras un millón de dólares, ¿en qué los gastarías?” “Si llegamos a viejitos juntos, vos preferirías: A. Morirte primero. B. Que me muera primero yo. C. Que nos muramos juntos en un accidente de tránsito”.

El segundo, es que tenemos miedo de que se nos suelte el último cable conectado al sentido común y se nos borre el delicado límite que separa la realidad de la ficción. Que un día, presas de un delirio romántico, entremos al aula de la universidad vestidas de novia, con todo el maquillaje corrido, a decirle que sí, que nos vamos a casar, a un profesor que apenas si retiene nuestro apellido.

Contra lo que pudiera parecer, este nivel de ensoñación no merma ni con romance ni con billetes. Las fantasías no son, para nosotras, un placebo. Son una forma de vida. Cuando estamos enamoradas, igual soñamos con tener una aventura escandalosa con otro hombre o con hacer escarmentar a un ex novio por indiferente. Nos motiva la venganza. Nos encanta pensar que abandonamos a nuestra pareja (contador, gordito, hipocondríaco) cuando inesperadamente conocemos a un neurólogo valiente del Chicago County Hospital (pintor torturado o empresario italiano también valen) y nos fugamos con él, dejando al gordito hecho pedazos, llorando arrepentido por no habernos acompañado a ver vidrieras o levantado sus propias medias del piso. Si mi abuela supiera, diría que se nos volaron todos los pájaros. Yo, en cambio, prefiero pensar que hacemos justicia.

Publicar un comentario

0 Comentarios