El gato que amaba demasiado

El gato que amaba demasiado
 

Todo empezó en Felino’s, un bar irlandés de Mar de las Pampas cuya fama se debe más a un detalle del servicio –las camareras atienden en ropa íntima- que a la calidad de los tragos. Mi gato Grusswillis terminaba de ver al marrón y a la siamesa -de la que sigue enamorado- entrando a Catlove, un albergue transitorio mal disimulado entre los pinos. Fue humillante confirmar que su gata ha estado con un sucio traficante de drogas. Esta vez, la verdad lo deprimió severamente. El paso siguiente fue empezar a beber sin parar. Alguien lo invitó a participar del grupo de autoayuda Gatcólicos Anónimos. Ahí explicó que hasta después del abandono jamás había probado tantos litros de leche mezclada con vino. 

Sumido en un grave estado de ebriedad dijo también que todas las gatas son unas fáciles y que no dejaría el alcohol hasta recuperar el amor de la siamesa. Uno de los anónimos trató de inculcarle el pensamiento positivo. Le aconsejó seguir el admirable ejemplo de Gatúbela, heroína de los techos que sólo bebe Gatorade, energizante natural de resultados inmediatos. Por la vía saludable –insistió el converso entusiasta- ella se salvó de la enfermiza relación que mantenía con Batman. Según me contaron los testigos, este último comentario superó la escasa paciencia de Grusswillis. Mientras se retiraba furioso del lugar, pensó que aunque todos los amores sean falsos hay algo verdadero que los mueve hacia adelante. 

Cuando una prestigiosa psicogata de Las Pampas escuchó la impostura, le sugirió a mi gato que mejor se inscribiera en un grupo de reflexión más acorde a su pronóstico reservado. Y así fue que Grusswillis fue uno más en las reuniones de un nuevo taller autoinútil que se reúne en un médano secreto de Las Gaviotas, a metros de la playa principal. Es el de los gatos que aman demasiado.

La decisión de abandonar Mar de las Pampas fue algo más que un impulso. En pleno uso de sus facultades Grusswillis hizo lo que hace tiempo debía hacer. Un día antes había recibido un mensaje de la siamesa (it’s the end, gruss, ya no nos queremos) que lo enfureció. Mi gato detesta especialmente los anglicismos y el uso de la primera persona del plural. Si ella dejó de amarme que se haga cargo y hable en primera persona del singular, pensó con solvencia gramatical. De inmediato preparó su pequeña mochila con vistas al regreso a Buenos Aires: dos fotos borrosas que deseaba conservar, la novela Todos los gatos son mortales (libro dedicado que la siamesa le regaló en un cumpleaños), una bolsita de alimento balanceado, una revista Playcat -llena de imágenes provocativas- y una polilla disecada para comer en las paradas. 

Viajó esta vez en el techo de la cabina de un camión de la flota de Moyano, favor que consiguió a cambio de otros favores. Una vez de vuelta en los techos de Boedo pidió sesiones urgentes con un psicogato lacaniano que siempre lo ayuda en esos trances. El profesional le dijo que amar es dar lo que no se tiene a quien no es. Grusswillis no entendió nada pero la frase le gustó. Le dijo también que una vez superado el duelo debía concentrarse en sí mismo, retomar viejos hábitos, conectarse con otras gatas y otros ámbitos. Esto último fue un cultismo alusivo a una conocida obra de Truman Capote, guiño que obviamente mi gato no captó.

Por último le aconsejó el cambio como procedimiento principal. Un pensamiento que se estanca es un pensamiento que se pudre, resumió el doctor citando un difundido graffiti del Mayo Francés. Mi gato se alivió con esos maullidos analíticos y se dispuso a encarar la nueva vida. Pensó una vez más en la siamesa y el marrón. Iba a mandarla a la miércoles. Pero acabó en el living arrellanado sobre un viejo ejemplar de la revista Barcelona. Siempre es difícil volver a casa, concluyó.

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